Salí un momento y vi un hombre sentado dando de comer a las palomas en una plaza situada a escasos metros del tanatorio. Un niño corría junto a una mujer para cruzar la calle. La gran copa de las jacarandas parecían estar alineadas adrede con las ventanas del hospital, trepando quizás para ofrecer una última y hermosa vista de una vida coloreada de violeta y de aroma, -esos árboles eran los favoritos de mamá-. Los médicos y enfermeros apurando su tiempo de descanso, corriendo hacia el olor de los churros que desprendía la cafetería de enfrente y mientras, la luz verde e intensa del semáforo parpadeando, otra vez. A la mujer de la silla de ruedas no le ha dado tiempo a cruzar la calle, antes tiene que salvar el bordillo de la acera, pero el semáforo nuevamente ha cambiado a rojo.
Cuántas cosas pasan en lo que cambia un semáforo. Del infinitivo al verde, del pretérito al rojo. Bastan entre 28 y 40 segundos; de vivir a morir, de oler a olían. Porque mamá olía a lluvia. Ella impregnaba todo de otoño y de verano. Olía a jazmín, a mandarina y azúcar. A la Primavera de Vivaldi, a incienso y a clavel, a musgo y a mirra. Era un vergel de elegancia y sin duda estaba especiada con el gusto de lo que sabe rico, como una planta hermosa a la que se desea cuidar, escuchar, admirar, abrazar y oler.
Mamá iluminaba el alfeizar de una ventana, el centro de una mesa y sobre todo, el más oscuro de los rincones. Mamá, mi madre, olía a hogar.
Mamá escribió, ”¿Qué haríamos si no nos muriésemos hija, acaso vivir todo el tiempo?”
Pues sí mami, vivir todo el tiempo.
* A mi madre